Estamos en una época en que proliferan los nuevos decálogos. No es de extrañar, puesto que el hombre siente la necesidad de lo que los teólogos llaman “absolutos morales”. Por lo general, la Ley de Dios expresada en el Decálogo se formula con preceptos negativos: no matarás, no robarás, no dirás falso testimonio ni mentirás, etc. Al señalar el límite que de ningún modo se debe superar, el camino queda resaltado. La aparente negatividad de la fórmula constituye algo realmente positivo y luminoso, con gran valor pedagógico.
Aunque es cierto que la condición humana descubre tras las prohibiciones una invitación a su trasgresión, sigue siendo válida la afirmación anterior. El Decálogo es un gran regalo de Dios a los hombres. Es el camino real o regio. Hoy esto del camino real no nos dice nada, pero en la antigüedad se trataba de una garantía para los viajes. Tomando ese camino se llegaba a destino con toda seguridad: había vigilancia y también lugares para el hospedaje. El Decálogo es el camino real hacia la felicidad y la santidad humana.
Pero en la actualidad, la última de las ideologías pretende inculcar un relativismo absoluto. Y no es poca paradoja, sino un sinsentido, que el relativismo pueda ser absoluto. Se pretende demostrar desde las cátedras que las normas morales son relativas, es decir, que no rigen siempre y en todas las circunstancias. El hombre es un ser libre y tiene autonomía suficiente para “decidir” lo que está bien y lo que está mal atendiendo a las circunstancias y sopesando las consecuencias de sus actos. Así, por ejemplo, no se puede establecer una prohibición absoluta como “no cometerás adulterio”. Por lo general el adulterio consistiría en un pecado grave, pero podría suceder que en una determinada coyuntura un esposo decidiera cometerlo para buscar una mayor unión con la propia mujer, para estimular el afecto o remover inercias o rutinas conyugales.
El relativismo moral está totalmente en boga, pero ha fracasado. Al echar por tierra los absolutos morales, al negar la existencia de conductas intrínsecamente perversas, ha provocado una nueva situación en la que surgen por doquier los nuevos iconos del mal moral.
El relativismo tiene algo de bueno, más aún de muy bueno: por lo general, la valoración de las conductas humanas es algo complejo, que depende de las circunstancias. Pero también tiene algo de muy malo: convierte su relativismo en un absoluto moral, facilitando la proliferación de nuevos “males absolutos”.
Pongamos de ejemplo la bofetada. No existe el precepto moral “no golpearás”. Una bofetada puede ser algo bueno o malo atendiendo a las circunstancias del caso. Ante una persona histérica, la solución sigue siendo un buen cachete que la haga reaccionar. Esa acción es una forma de ejercer la caridad hacia el prójimo. No toda agresión física supone un pecado contra el quinto mandamiento de la Ley de Dios. Los padres y los educadores siempre han sabido que, en determinadas circunstancias, una bofetada tiene alto valor pedagógico. Ha existido la bofetada pedagógica. En algunos momentos estaba tan bien vista que se llegó a abusar de ella.
En nuestros días la bofetada se ha convertido en un nuevo absoluto moral. Si quedara en el ámbito de la moralidad, la cosa no tendría mucha importancia, pero se ha convertido también en un delito. El cachete que, hace unos días, una madre ha propinado a su hijo ha sido calificado de malos tratos. El tribunal ha condenado a la madre a cumplir 45 días en prisión[1] y a ser alejada de su hijo durante un año y medio.
La condena ha parecido desmesurada a muchos. Y sin embargo la magistrada se limitó a aplicar la ley y se olvidó de aplicar al caso dos agravantes del delito: la relación de parentesco existente entre el agredido y su agresora y el hecho de producirse en el domicilio familiar. Hasta diciembre de 2007 el Código Civil, en su artículo 154, establecía que «los padres podrán corregir razonable y moderadamente a los hijos». La magistrada entendió que la bofetada propinada por la madre excedía de la razonable corrección educativa. Como los hechos ocurrieron en 2005, el artículo 154 seguía siendo de aplicación en el caso. Si hubieran ocurrido en 2008 el cachete hubiera constituido un delito, puesto que en diciembre de 2007 se modificaron los artículos 154 y 268 del Código Civil, en vigor desde mayo de 1981. Al efectuar esta reforma el Legislador recordó que la ONU y las organizaciones en defensa de la infancia habían pedido al Gobierno español la eliminación de estos artículos adaptando así la legislación a la Convención Internacional sobre los Derechos del Niño.
El cachete o bofetada se ha convertido así en un absoluto ético sancionado por el Derecho penal. Un padre o tutor jamás puede abofetear al niño que deben educar: por ninguna razón. No sólo es una acción mala, sino que además puede constituir un delito de malos tratos. La bofetada pedagógica ha sido abolida.
Ahora bien, lo que a todas luces está desquiciado es el aspecto penal del problema. Aceptemos que la bofetada pueda legítimamente constituir un delito de malos tratos, a pesar de haber sido propinada en un contexto educativo, pero perseguir este delito con la pena de alejamiento del hogar es tanto como matar mosquitos a cañonazos. Se trata realmente de un despropósito y de una locura.
Para escribir este artículo he consultado en la blogosfera. Hay opiniones para todos los gustos:
- Están los partidarios de la decisión judicial y enemigos a ultranza de toda forma de “violencia” física en el ámbito de la educación. Consúltese por ejemplo Perdones y castigos o bofetón didáctico
- Están también los partidarios de lo que ellos consideran el sentido común y la sensatez, en la línea del derogado artículo 154 del Código Civil, como Del despropósito a la locura, en el que el autor recuerda agradecido los dos cachetes que recibió de su padre, o condenada por abofetear a su hijo y juventud divino tesoro
[1] Así queda señalado en la noticia que leí ayer en El Mundo, El hijo perdona, la ley no. En El blog de Daniel Torregrosa se advierten las imprecisiones jurídicas en que incurre el periodista.