martes, 9 de diciembre de 2008
Declaración Universal de los Derechos del Hombre
«A menudo, la legalidad prevalece sobre la justicia»
martes, 09 de diciembre de 2008
Miguel Angel Velasco
Alfa y Omega
«Los principios fundacionales de las Naciones Unidas —el deseo de la paz, la búsqueda de la justicia, el respeto a la dignidad de la persona, la cooperación y la asistencia humanitaria— expresan las justas aspiraciones del espíritu humano y constituyen los ideales que deberían estar subyacentes en las relaciones internacionales». Los representantes de todas las Naciones, que abarrotaban la sede de la ONU, contenían hasta la respiración, al escuchar estas palabras de Benedicto XVI.
No se oía en el gran salón, más que la voz serena, tranquila e interpeladora del sucesor del Pescador de Galilea, el Papa Benedicto XVI. Nada más empezar su discurso, acababa de afirmar lo que «debería estar subyacente en las relaciones internacionales». Si debería estar, es que no está. Los representantes de las naciones siguieron escuchando a aquel hombre vestido de blanco, pequeño de estatura, pero de talla intelectual gigantesca.
Aludía al 60 aniversario de la Declaración Universal de los Derechos del Hombre, y afirmaba: «El documento fue el resultado de una convergencia de tradiciones religiosas y culturales, todas ellas motivadas por el deseo común de poner a la persona humana en el corazón de las instituciones, leyes y actuaciones de la sociedad, y de considerar a la persona humana esencial para el mundo de la cultura, de la religión y de la ciencia. Es evidente —subrayaba con fuerza el Papa— que los derechos reconocidos y enunciados en la Declaración se aplican a cada uno en virtud del origen común de la persona, la cual sigue siendo el punto más alto del designio creador de Dios para el mundo y para la Historia. Estos derechos se basan en la ley natural, inscrita en el corazón del hombre y presente en las diferentes culturas y civilizaciones. Arrancar los derechos humanos de este contexto significaría restringir su ámbito y ceder a una concepción relativista».
El Papa levantó la vista un instante, en medio del silencio expectante. Había viajado de Roma a Nueva York para decir, en nombre de Jesucristo y de la Iglesia católica, en el más universal foro humano, justamente lo que acababa de decir: que hoy, igual que hace 60 años, o quizás todavía más, los derechos humanos no tienen razón de ser sin la persona humana concreta, a la que quieren servir. Con que alguno de los que le estaban escuchando se convenciera de esto, el Papa Benedicto XVI se daba por más que satisfecho; pero, por si no hubiese quedado suficientemente claro, insistió: «La experiencia nos enseña que, a menudo, la legalidad prevalece sobre la justicia… Cuando se presentan simplemente en términos de legalidad, los derechos corren el riesgo de convertirse en proposiciones frágiles, separadas de la dimensión ética y racional que es su fundamento y su fin».
El Papa acababa de resumir que la letra de la solemne Declaración de los derechos del hombre sólo tiene sentido si su centro y eje es la persona humana y si la legalidad deja de prevalecer, en tantos rincones del planeta, sobre la justicia; sobre lo que los poderosos entienden por justicia.
Siempre fin y nunca medio
El próximo día 10, el Papa y la Santa Sede celebrarán el 60 aniversario de la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Al anunciarlo, el cardenal Renato Martino, Presidente del Consejo Pontificio Justicia y Paz, ha recordado el valor perenne de la Declaración, que constituye un momento de importancia fundamental para la maduración de una conciencia moral conforme a la dignidad de la persona, si se quiere lograr un mundo más justo y solidario; y ha explicado que «la Iglesia considera que los derechos humanos expresan la dignidad trascendental de la persona, única criatura amada por Dios por sí misma, siempre fin y nunca medio». Para que nadie se llame a engaño, el cardenal no ha tenido reparo en afirmar que ningún país los respeta plenamente.
Cuando más están siendo impunemente violados los derechos del hombre, desde el abominable delito del aborto provocado, que es la negación clamorosa del principal derecho de todo ser humano, el derecho a poder nacer; cuando se atenta contra los derechos más elementales de los más débiles a vivir con dignidad hasta el último momento de su vida natural, no falta quien se pregunta si la Declaración Universal de los Derechos del Hombre no es más que papel mojado o retórica de pacotilla.
Muy recientemente, en sus palabras previas al rezo del Ángelus, el pasado 24 de noviembre, en la plaza de San Pedro, Benedicto XVI recordaba el 75 aniversario de la muerte de millones de personas en Ucrania y otras regiones de la entonces Unión Soviética. Celebraba la Iglesia la festividad litúrgica de Cristo Rey, y el Papa la glosaba así: «Sólo poniendo en práctica el amor al prójimo se deja espacio al señorío de Dios, mientras que por el contrario, si cada cual piensa únicamente en sus propios intereses, el mundo sólo puede ir hacia el desastre. El Señor no sabe qué hacer con los hipócritas que rezan, pero que no acatan sus mandamientos. ¡Que ninguna ideología vuelva a negar jamás los derechos humanos!», concluyó
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